Labor de Cupido.

Sobrevolando el párquing de un polígono industrial
encontré a una joven promesa de la literatura
dando rienda suelta a su estilográfica.

Tenía un rato libre en el trabajo,
así que me detuve sobre su hombro
y leí el relato.
Era maravilloso.
Su horrenda caligrafía
no impedía disfrutar de la lectura.

Con certera sutileza
trazaba los tirabuzones dorados de su amor soñado
como remolinos de viento que hacen girar las aspas de un molino.
El marrón claro de sus ojos
tapizados con miel ecológica recién untada,
dando vida a las flores de su jardín.
La piel suave de color jazmín,
los labios rosados con sabor a primavera,
y su voz melosa, cuna del arco-iris,
constituían la aurora boreal de su reino onírico.
La curvatura de su sonrisa,
la estela de una estrella fugaz.
El perfume en su cuello
su único deseo.
...

No pude acabar de leer.
Sus sentimientos eran tan puros,
tan reales,
que no soportaba la idea de que todo aquello
quedase atrapado en una hoja garabateada.

Fue entonces cuando se me ocurrió
dar forma a su imaginación
y cubrirla de carne y huesos.

La figura deseada pasaría frente a él
y yo debía de esperar
a que la magia actuase por si sola.

Noté como la sangre se le subía a la cabeza 
y se precipitaba de nuevo como una cascada
a lo más prieto de su pantalón.
La mano que sujetaba el bolígrafo
tembló como la quilla de un galeón
en la fragua de una tormenta.

El momento había llegado
y sólo él podía tomar la decisión.
Salir del coche y conocer el amor
o acabar el relato que brotaba en su cabeza.

Fue así como
de la duda
nació esta transcripción.

Hay veces que los deseos
son mejores en la ficción.

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