El castigo del querubín.

Suenan las trompetas en la calle del teatro.
Piso la alfombra roja dejando caer un poco los pies
para acariciar con las suelas de los zapatos el gustoso terciopelo.

Todos quiere saludarme,
por su júbilo parecen conocerme.
Me sacan fotos gritando mi nombre,
alguno incluso se intenta acercar sin permiso,
pero unos gorilas vestidos con esmoquin,
salidos de las copas de las palmeras que rodean la pasarela,
se llevan en volandas a los indeseables
al país de Nunca Jamás.
Me quedo asombrado analizando la escena,
pero ésto es Hollywood,
así que dejo que se me pase
y veo como los primates se desvanecen al sobrevolar los edificios.

Reemprendo la marcha hasta las puertas del palacio de cristal.
Agarro los barrotes de oro con las dos manos
(el contacto con la  opulencia me estremece),
trago saliva antes de mi gran entrada
y abro los portones del Edén al coro de Hallelujah.

Todos me aplauden,
corean hazañas superfluas
e incluso alguno se desmalla ante mi persona,
pero no les culpo,
no siempre puedes seguir la estela de una estrella.

Sigo el camino de luces amarillas
y llego a mi butaca reservada
bañada en diamantes de primera ley.
Los brazos adornados con estatuas de peces voladores
me sirven refresco golpeándoles la quijotada.
Los focos se apagan,
los halagos se silencian,
empieza la función.

Se corre el telón
y deja ver la gran pantalla vestida de negro.
Se inicia la cuenta atrás:

5,
4,
3,
2,
1,
5,
...

La secuencia se repite constantemente
y el público sigue mirando la pantalla sin inmutarse.
Escucho que algunos se ríen.
Otros en cambio se secan las lágrimas 
con las colas de zorro que cuelgan de sus papadas arrugadas.
Me da miedo ser quien de el primer paso
pero la broma ya ha durado demasiado.
Al levantar el culo del asiento
la cuenta atrás se detiene,
la película se corta
y el público enloquece.

En el escenario aparece un chiquillo de no mas de 6 años.
Ésto no era lo que estaba previsto.
Miro a mi alrededor para observar la reacción de los espectadores,
pero para mi sorpresa me encuentro
en el seno de un edificio abandonado.

- No busques a los demás,
esta función es sólo para ti.

- ¿Quién eres?
¿Qué has hecho con mi obra?

- Ésta sigue siendo tu obra.
Pero ahora estás viendo su verdadera intención.

- No entiendo...

- Pues yo te lo explico.
Acabas de morir
y todo lo que te rodea
es tu propia reconstrucción.

- ¡Imposible!
¡Estás mintiendo!

- No puedes mentirte a ti mismo.
Soy tu viva imagen,
tu versión más preciada,
tus sueños depositados en el guión,
lo único real en este plano.
Todo a tu alrededor se consume
porque así lo hiciste ser.
Te estabas muriendo mucho antes
de abandonar la vida por competo.

- No,
no,
no puede ser.
¡Tiene que haber otra opción!
¡No puedo estar aquí!
Tengo que...

- Ya no.
Es tarde.
Tú mismo lo hiciste
y ahora has de pagar.

- ¡NO!

Corro a abrir las puertas del Valhalla
intentando escapar del paraíso prometido,
pero estas se convierten en arena al tacto de mis manos.
El polvo me engulle cuanto más me resisto.
El cielo nocturno se resquebraja
formando un caleidoscopio de tinieblas y miradas rehusadas al más allá.
Siento el Miedo,
no la sensación terrenal,
algo puro,
salvaje,
algo que se podría considerar real.
Entre la vorágine de penumbra y espectros,
desciende con alegría mi forma de querubín
para darme el último consejo.

- Ahora que has descendido a lo más profundo
y conocido la oscuridad que aguarda en tu ser,
ya solo queda un camino.
Ascender.

Entonces me toca la frente con su pequeño indice.
Su tacto me sacude por completo,
de tal manera que hace saltar un metro de la cama
y me golpea contra el techo de mi habitación.

Caigo al suelo sudado,
llorando como un recién nacido
y meado de arriba a abajo sin vergüenza.
Me quedo hora y media tumbado en el suelo,
recogido como un feto,
gritando y arañándome la espalda,
conocedor por fin
de la faceta más horrible de mi ambición.

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