La luz de los deseos
A
cientos de quilómetros al norte del ecuador, una cálida luz resplandece entre
la escarcha y la ventisca, en una pequeña aldea donde sólo los deseos más
fuertes pueden llegar. En ella habitan felizmente la familia Claus y todos los
elfos de la Navidad. Como cada noche a la hora del chocolate, la pareja se
reúne alrededor del fuego a estudiar con ilusión las cartas que les envían los
niños. Aquello siempre ocasiona risas y lágrimas de júbilo. Pero éste año es
diferente. El número de cartas ha disminuido, y las peticiones de juguetes han
desaparecido. En su lugar, los pequeños piden a Papá Noel que les devuelvan a los
seres queridos que se han marchado a causa de una enfermedad desconocida en el
Polo Norte.
-
Fíjate
Claus, - dijo Mamá Noel con la cabeza recostada sobre el hombro de su marido,
dejando caer una lágrima bajo el marco de las gafas. – los niños están tristes.
¿Qué podemos hacer para devolverles la sonrisa?
-
No lo sé querida mía. – respondió el gran hombre
de barba blanca frotándose los ojos llorosos. – Estoy exhausto de tanto leer,
los elfos quieren trabajar pero no tienen nada que fabricar, y yo tengo miedo
de no llegar a tiempo para Noche Buena. Creo que este año habrá que cancelar la…
-
¿Qué?
– saltó la señora Claus. – ¡Eso ni en broma! Tú déjame pensar, que algo se me
ocurrirá.
La
señora Claus se dirigió a la cocina a calentarse su vaso de chocolate. Mientras
esperaba, no paraba de darle vueltas con el dedo a un mechón de pelo que le
caía del flequillo. Pasados dos minutos, sonó la alarma del microondas.
-
¡Ya
lo tengo!
Cogió su
taza humeante y regresó al salón con las gafas empañadas, y una nueva esperanza
plasmada en la cara.
-
Reúne
a tus mejores elfos, Claus. He visto la luz
De
inmediato, todo el equipo logístico se reunió expectante en el taller. La
preocupación calaba en sus pequeños cuerpos como el frío invernal. Y explotó
cuando Mamá Noel se presentó con un plano enrollado bajo el brazo y un recuento
de libros bajo el otro. Apiló éstos sobre una enorme mesa de madera y desplegó
el pergamino para desvelar su secreto. El público se quedó boquiabierto al
comprender sus intenciones.
-
¡Esto
es imposible! – gritó uno de los elfos.
-
No
tenemos tiempo. – dijo otro.
-
¿Estás
segura de esto, cariño? – preguntó Santa buscando la confianza que le faltaba
en los ojos de su mujer.
-
Estoy
segura. – contestó ella con total firmeza. – Si nos ponemos a trabajar ahora
mismo, llegaremos a tiempo para Navidad. ¿Quién está conmigo?
Los
elfos hicieron oídos sordos al reclamo. Sabían que haría falta un milagro para
llevar a cabo semejante hazaña.
-
Está
bien. – dijo Santa rebuscando en su gigantesco saco. – Hace años que guardo un
as bajo la manga para ocasiones como ésta.
De su
interior sacó un extraño aparato con forma de termómetro y una flecha marcando
la temperatura. Santa bajó la flecha hasta el cero absoluto, y entonces, el
tiempo en todo el universo quedó congelado en una noche eterna.
-
Manos
a la obra.
Sabe
Dios el tiempo que invirtieron, pero el hecho era que con cada golpe, cada
paso, cada respiración sofocada, lo estaban consiguiendo. Los elfos
convirtieron la gran fábrica de regalos en una colosal máquina en forma de
caldero, Papá Noel transcribía sin parar todos los deseos en su ordenador, y
Mamá Noel seguía las recetas de sus libros de alquimia para preparar un brebaje
mágico que haría que todo funcionase. Finalmente, llegó el momento de comprobar
si su plan daría resultado.
-
¿Juntos?
– dijo Santa ofreciéndole la mano a su mujer.
-
Juntos.
– ella le correspondió y ambos apretaron el botón de inicio.
La
marmita comenzó a sacudirse. Fue un momento de nervios muy intenso. Pero en aquella
larga noche, la suerte estaba de su lado. La máquina se estabilizó, y el
líquido dorado que había preparado Mamá Noel se convirtió en un cristal de luz,
que ascendió sobre sus cabezas e inundó de amor y esperanza a todos aquellos
bañados por sus rayos.
-
Lo
hemos logrado. – le dijo Mama Noel a su marido. Éste se abalanzó con cortesía
hacia sus labios y se fundieron en un tierno beso. Los elfos lo celebraron con
bailes y piruetas.
-
No
hay tiempo que perder. – dijo éste al desengancharse. – ¡Preparad mi trineo y
acicalad a los renos! Hay una Navidad que celebrar.
Los
elfos dispusieron todo lo necesario para el despegue: alinearon los renos en
sus posiciones, cargaron el cristal de luz en el saco, y éste en el trineo.
Santa se ajustó su tradicional traje rojo y tomó las riendas de sus venados
compañeros.
-
Es
la hora. - Santa retornó la flecha del termómetro a su estado original y el
tiempo volvió a correr. - ¡Abrid las compuertas!
Mamá
Noel y los elfos despidieron al grandullón con alegría. El despegue fue fugaz y
certero. En menos de un parpadeo estaban surcando las nubes.
-
Muy
bien amiguita. - Santa recogió la luz del saco cuando se encontraba en el punto
más alto del firmamento. – Es tu turno.
Rompió
el cristal con la fuerza de sus dedos y arrojó el polvo dorado al viento. Éste lo
esparció por todo el mundo, cayendo a la Tierra como dorados copos de nieve.
En ese
mismo instante, familias de todo el mundo cenaban en silencio a la sombra de
una silla vacía. Entonces, el sonido estridente del timbre rompió el luto por
un momento, y alguien se levantó a abrir la puerta con la esperanza de, y si fuera...
Y allí, al otro lado del umbral, plantada como la luna llena a media noche,
dorada y brillante como el astro rey, la luz de los deseos se había condensado
en el mayor de los regalos, una última oportunidad para despedirse, y estar
juntos.
- ¿Queda
sitio para cenar?
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